Recibir a la Madre. Nombrar al Hijo.

María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados».
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta:
La Virgen concebirá
y dará a luz un hijo a quien pondrán
el nombre de Emanuel,
que traducido significa: «Dios con nosotros».
Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa, y sin que hubieran hecho vida en común, ella dio a luz un hijo, y él le puso el nombre de Jesús (Mt 1,18-24).

El Señor convoca a José con una misión única y precisa: recibir a María en su propia casa y nombrar al Hijo que ella le daría.
El relato, en muy pocas palabras, dice que apenas José volvió del sueño hizo todo eso: llevó a María y le puso el nombre de Jesús al chico.
Y ahí terminó el encargo.

¿Realmente concluyó ahí?
Sabemos, por los testimonios evangélicos, que la historia no sólo continuó, sino que se fue consolidando incluso en lo que el ángel de Dios parecía no haber previsto tan exhaustivamente: formar una familia, trabajar para ella y enseñarle el oficio a su hijo, acompañar la felicidad de un parto en situaciones no deseadas, huir en la noche en busca de refugio, sentir temor por la vida del niño al punto de instalarse en otro lugar, pasar por la experiencia angustiante de no comprender sus decisiones.

¿Qué significa, José, recibir sin temor a María y nombrar al Niño?
¿De qué manera fuiste concretando esta doble misión en los acontecimientos que se iban sucediendo?

El modo como José se hace cargo nos permite no sólo comprender cómo ser cristianos, sino que además nos revela el estilo humano del Señor.
José inicia una peregrinación cristiana caracterizada por esos dos elementos que lo acompañarán a lo largo de toda su vida: recibir… nombrar…
Podríamos hasta contemplarlo silencioso intentando encontrar las nuevas expresiones de su vocación a medida que la realidad lo iba interpelando.

Recibir a María
En su esposa habita una plenitud insospechada. Aunque le quedase mucho camino por recorrer, ya es lo suficientemente madura como para saber lo que quiere y vivir en consecuencia.
José sabía quién era ella.
Fue precisamente eso que había descubierto en ella lo que impidió que, al anoticiarse de su embarazo, hiriese su integridad. Había mucha humanidad para proteger en María.
Sin embargo fue necesario que el Señor lo confirmara. No había manera de intuir lo que el Señor estaba tramando. Así suele suceder con las personas de corazón grande. Aun cuando no puedan prever de ningún modo que en sus decisiones ya está incoada la libertad con la que actúa el mismo Dios, tienen suficiente espacio en sus vidas para que ese Dios irrumpa y se convierta en noticia buena. Libremente.
Cuántas veces nos hemos encontrado acompañando a parejas, particularmente a las más jóvenes, repitiéndoles más o menos las mismas palabras del evangelio: “no tengas miedo en recibir a tu esposa/o”. Es propio del Señor facilitar el encuentro, allanar el camino, tender puentes.
Decirle sí a María, una vez más y en situaciones totalmente nuevas, es reconocer que este desposorio fue tejido por Dios desde el inicio; es la forma concreta como José se asoma al misterio del Dios de sus padres. Esto también suelen reconocerlo muchos que desean contraer matrimonio: “con ella/él descubrí el amor y la fe”.
Recibir a María es hacerle espacio a ella y a su opción de vida.
José recibe también la unción del Espíritu que habita en ella porque uniéndose a su sí se coloca bajo esa sombra fecundante aprendiendo el discipulado uno del otro.

Nombrar al Hijo
El Niño al que José nombra es Jesús. Es además el Hijo del Carpintero. Más tarde, un ciego lo designaría Hijo de David, como antes había sido nombrado su padre en sueños.
José fue pronunciando la realidad de Jesús a lo largo de toda su vida.
De él aprendemos que nombrar a Jesús es darle carne al proyecto que Dios tiene con/en esta humanidad.
Nunca el Emanuel será un “Dios con nosotros” en abstracto.
Porque José lo nombra, el Señor habita en medio nuestro en unas coordenadas históricas precisas.
Y en la memoria de Jesús habitará un varón justo que no sólo lo aceptó y recibió una primera y única vez. El vínculo que construyeron les permitió a cada uno encontrar su propio lugar y vocación. Como fue sucediendo a lo largo de todo su ministerio con los discípulos que se atrevieron a pronunciar el «tú» del Señor.
Así es el Dios de Jesús: se hace comunión en la existencia misma de quien pronuncia su Nombre -Único- en contextos cambiantes, precarios.
Apellidar al Hijo es darle un rostro y una cadencia concreta al Reino que está viniendo; es recibirlo y anunciarlo desde una perspectiva muy concreta. A eso solemos llamar “carisma”.
Hasta que nosotros mismos seamos nombrados por él con un nombre nuevo pronunciado por sus labios.