Memoria orante

A propósito del Corpus

Acuérdate del largo camino que el Señor, tu Dios, te hizo recorrer por el desierto durante esos cuarenta años. No olvides al Señor tu Dios, que te hizo salir de Egipto, de un lugar de esclavitud, y te condujo por ese inmenso y temible desierto. No olvides al Señor, tu Dios, que en esa tierra sedienta y sin agua, hizo brotar para ti agua de la roca,
y en el desierto te alimentó con el maná, un alimento que no conocieron tus padres

Libro del Deuteronomio, capítulo 8

Señor, aquí estamos las discípulas y los discípulos que nos íbamos camino de Emaús (Lc 24) por desencanto y tristeza, por riñas y culpas.

Aquí estamos. Llevamos fuego en el corazón aún cuando no logremos percibirlo o prefiramos ponerlo en duda a riesgo de amenazar la fuerza escondida y poderosa que nos habita.

Aquí estamos. Discípulas y discípulos desmemoriados no por vejez sino por superficiales.

Y aquí estás vos. Transitando nuestros encierros. Esos que en tiempo de pandemia nos carcomen. Porque ya estábamos encerrados pero lo aprendimos a disimular. Habíamos convertido la vida en fuga, que se escapa para volver al escondrijo de la calma dulzona incapaz de la incertidumbre a la que nos quiere expulsar el amor.

Te hacés presente cuando, entre quejas y lamentos, incapaces de compasión, maldecíamos este presente desentendiéndonos del dolor humano. Hacíamos lo que vos no aprendiste a hacer ni harías jamás con nosotros.

Caminás de nuestro brazo cuando ya desde tiempo veníamos distanciándonos para intentar preservarnos e impedir que se contaminase eso que astutamente supimos confundir con un tesoro a sabiendas de que no es más que herrumbre y moho.

Nos hablás y hacés memoria. No nos culpaste, sino que nos condujiste al terreno de la gratuidad y del amor. Y, en una sola advertencia, nos arrancaste del fatal estribillo meritócrata : “No pienses que por tu propia fuerza y el poder de tu brazo has alcanzado esta prosperidad” (Dt 8,17).

Vamos de camino mientras te adivinamos la intención de continuar el tuyo. Y sentimos que no podríamos llegar al final del día de nuestras existencias en este mundo, si arrancaras tu presencia de nuestra mesa a la hora de la cena.

Y lograste lo impensado: te hemos invitado. No creímos que éramos capaces de hacerle espacio al amor que pasa, detiene su marcha, se sienta a la mesa y nos parte el pan. Nos habíamos descreído capaces de hacerle espacio a la palabra quemante y que es memoria reconciliada en tus labios sanadores.

Y anhelamos ese otro Tesoro que realmente nos constituye.

Estás. En nuestros encierros quejumbrosos y lamentos mal paridos en el desamor.

Estás. Tomado del brazo, ofreciendo el hombro a nuestras manos trémulas, para que en presentes difíciles no abusemos de la carne sagrada del hermano convirtiéndola en bastones desechables.

Estás. Y aceptás nuestro convite y nuestra mesa insegura y pobre.

Y partís el pan para que alcance para todos. Y evitaste que, mientras uno solo come, el resto mire y pase hambre y vergüenza.

Sí, estás cuando reinventamos el sendero volviendo sobre nuestros propios pasos como Elías en el desierto (1Rey 19,15).

Señor, estás. Para que mientras peregrinamos esta tierra sedienta de eucaristía y miel nuestras ropas no se desgasten ni tampoco se hinchen nuestros pies (Dt 8,4).

Somos memoria porque nos amaste. Damos gracias porque sostuviste nuestra fragilidad y nos rescataste del odio y la violencia.

Nos hincamos ante vos -ante ningún otro- para que te quedes. Y hacemos fiesta porque nuestra mesa es tuya tu mesa es nuestra. Y porque en el pan y el vino te das en alianza esponsal con esta humanidad de barro.

De barro, sí. Pero amado por vos.