Eran las cinco o seis de la tarde y hacía calor. En la parada había aproximadamente unos quince niños, de piel trigueña, con unas tres mujeres con apariencia de madres, que cargaban bolsas con restos de comida. Los chicos intentaban subir al 160 todos a la vez, como divirtiéndose. De todos modos, el chofer organizó la subida con un solo grito. El penetrante olor a cloro de pileta subió con ellos. Evidentemente venían de una Colonia de Verano, de las públicas. Tenían pinta de pertenecer al grupo social llamado «de los pobres», a juzgar por la ausencia de accesorios y de logos de marcas en la vestimenta.
Dos señoras, que hasta el momento venían cómodamente sentadas en los primeros asientos, se levantaron de inmediato dirigiéndose hacia el interior de la unidad.
Mientras huían, discurrían entre sí: «Deberían prohibir esto».
El acceso universal a los bienes parece que está necesitando explicación.
Por lo menos en nuestra América Latina, en la que esa combinación de palabras resulta amenazante para pequeños grupos de poder en progresivo distanciamiento de la real realidad.
Comencemos por decir, entonces, que los bienes no son, en primer lugar, cosas, elementos cuantificables, plausibles de caer en la lógica de la oferta y la demanda (aunque el mercado convierta todo absolutamente en mercadería de compra-venta).
Un bien es la vida misma. Y tener derecho a ella no significa solamente tener la posibilidad de nacer, sino también poder crecer y desarrollarse con lo necesario para que esa vida no esté bajo amenaza permanente.
Ahí mencionamos, sin nombrar, muchos otros bienes custodios de la vida: una familia, una vivienda, vestimenta, alimento suficiente, acceso a la salud y a la instrucción, etc.
Hay otros bienes que hacen que la vida sea más digna y bella: los bienes culturales, la recreación y el esparcimiento, el deporte, el cultivo de los talentos que cada persona trae consigo, etc.
Creo que no es necesario abundar en más detalles. Cada uno puede entender por qué estos bienes son derechos que la persona lleva consigo por el sólo hecho de existir.
Reconocer -esa es la palabra- que una persona cualquiera tiene derecho a estudiar o a hacer deporte no significa «darle» un plus a su dignidad humana, sino simplemente abrir los ojos y darse cuenta que en cada ser humano hay un «algo» innato que lo hace ser quien es.
Pero hay otros bienes.
Un espacio de tierra suficiente para vivir y desarrollarse. La tierra es un bien común. Y todo hombre tiene derecho a ese espacio para sí.
¿Y el acceso al agua potable? ¿Y a un trabajo con dignidad, del que pueda vivir honestamente y mantener a su familia?
Pienso, por ejemplo, en un matrimonio que conozco, jubilados con la mínima los dos, que se compró el lavarropas y la heladera gracias a las promociones, descuentos y cuotas. Que para arreglar el techo de la casa pidió un crédito que el banco se lo cobra de los haberes mensuales.
Entonces, me pregunto si cuando los funcionarios de los gobiernos dicen que fue una mentira el acceso de los más pobres a unos nuevos pocos bienes, ¿A qué bienes se están refiriendo realmente? ¿Será que hay unos bienes -privativos- para unos y otros para la mayoría?
Quisiéramos pensar que no es tan así, pero la lógica del razonamiento de los dueños del discurso lleva a pensar lo contrario.
Se están refiriendo a esos bienes que, a fuerza de instalarse en el tiempo, corrían riesgo de convertirse en derechos. Pero, claro: es imposible cercenar algunos derechos -que algunos pueden considerar secundarios- sin tocar la médula de los derechos humanos.
De ese modo de ver la realidad surgen las preguntas -no siempre explícitas- que retroalimentan la ideología: ¿Por qué el pobre debería progresar? ¿No debería depender del sistema que lo creó y lo manipula, que le acerca cada tanto una ONG y lo mantiene bajo una línea de flotación que jamás superará por más esfuerzo que haga?
Ahí está el huevo de la serpiente.
Por ideología no somos iguales.
Y es necesario conservar esa organización -disciplina- social en la que los «humildes» (eufemismo para hablar de pobres o excluidos) asuman serenamente su rol.
Esto que, así dicho, es tan claramente inhumano e imposible de sostener filosóficamente es norma de vida para millones de personas en nuestras latitudes.
La habitual y reconocida manera de menospreciar la lucha de y por el pobre es poniendo rótulos al pensamiento. En Brasil, se suele decir que quien discurre así es del PT y, por lo tanto, corrupto. Y si piensas así en Bolivia, entonces eres comunista. En Argentina sos K que no denuncia los robos de los gobiernos anteriores.
Y, sin embargo, las mujeres y los hombres empobrecidos de nuestras tierras siguen estando allí, con su humanidad a cuestas, esperando que alguna migaja caiga de la mesa de los señores.
Mientras el Señor Jesús siga siendo pobre, el pobre de toda y cualquier pobreza seguirá siendo una cuestión central en la fe de los cristianos.