No conozco en detalle la obra de la Madre Teresa, tampoco sus escritos o su real línea de pensamiento. Sin embargo, siempre oí hablar de ella, conocí a sus hermanas en la ciudad de Zárate y a un padre oblato que dejó la Congregación para unirse a ella.
Lo que sé de la Madre es lo que se publica en las redes sociales que, podría decirse, está al alcance de todos.
Tampoco nunca me pregunté realmente en qué medida su personalidad influyó en mi decisión vocacional.
De todos modos, esta semana me encontré agradeciendo a Dios y a la Iglesia por la existencia de esta minúscula mujer que atravesó con su radicalidad todo el siglo XX, cuestionándolo hasta la médula sin grandes discursos ni diatribas, sino con «el aceite y el vino» de su amor difícil de igualar.
Pero, ¿qué es el amor por el pobre?
La irrupción del pobre en nuestras sociedades es sumamente inquietante y desestabilizante. Nadie puede permanecer en actitud indiferente frente a una humanidad hecha despojo. Sin embargo, es cada vez más corriente ser testigos de la estigmatización del pobre, oyendo generalizaciones que sólo tienden a justificar la propia paralización y el temor al contagio.
Una amiga, comprometida «en el campo» con el pensamiento social de la Iglesia y a la que mucho admiro, dice que solemos caer en una trampa cada vez que intentamos describir al pobre. «Algunos quisieran pensar que es el que no se queja de su suerte», dice. Y agrega que «por eso molesta -al punto de ser formal e informalmente violentado- el hombre y la mujer pobre que reclama por sus derechos».
Pero entonces, ¿qué derechos asisten a la mujer y al hombre pobre?
Se puede responder con otra pregunta: ¿tiene sentido esa pregunta?
Sin embargo, en la opacidad de nuestras latitudes parece que sí. Digámoslo entonces: todos los derechos inherentes a la dignidad de la persona humana.
No es necesario aclarar más, porque cualquier aclaración da por sentado que el pobre perdió su dignidad a causa del empobrecimiento al que fue sometido. Y en realidad, lo que le es negado es el reconocimiento de sus derechos inalienables. Nadie debe darle ningún derecho, sino que todos -particularmente el Estado- deben reconocérselos y punto.
Es penoso ser testigo de campañas -dentro y fuera de la comunidad cristiana- que, orientadas al pobre, sólo tienen por objetivo más o menos declarado la necesidad de aplacar la culpa suscitada por un estilo de vida dominado por el consumismo o por una espiritualidad sumamente intimista y narcisista.
Entonces, en esos contextos culturales, se corrompe la expresión solidaria por su incapacidad notoria de preguntar «por qué». Y, aún más, lubrica un sistema deshumanizante -de derrame de la riqueza- justo ahí donde descarta a las personas.
Pero volvamos a la Madre Teresa.
Dicen que inició su servicio improvisando un hogar para que la muerte deje de ser callejera y en situación de abandono.
Muchos encontraron descanso en su mirada y murieron en paz.
Dar de comer en la boca, higienizar, ayudar a dormir, calmar un poco el dolor o la angustia, juntar las manos para orar… Es salir al encuentro de la persona humana acurrucada detrás de una dignidad magullada y aún no descubierta.
En la Madre Teresa, en cada abrazo a las víctimas, habita la denuncia profética de Jesús dirigida a los victimarios y creadores de toda pobreza criminal y devastadora.
En la Madre Teresa hay una existencia pobre llena de dignidad, como la de Jesús, que no se amedrenta ante ningún zorro que intenta impedir hacer el bien.
Hay una mujer creyente, señaladora de humanidad en medio de escombros mediáticos y discusiones eclesiales estériles.
Hay una discípula que, sentada a los pies del Maestro, escuchó su palabra y la hizo carne.
También en Teresa de Calcuta la palabra se hizo carne.
Es muy probable que eso sea el amor.