La gente no se compromete

– La gente ya no se compromete más. Así no se puede hacer nada -dijo la Eulogia, mientras arrancaba un pedacito de pan casero pegado en la bombilla.
– Sí, es verdad -coincidió la Amanda. Y, recibiendo el mate en una mano y manoteando un pastelito con la otra, se entusiasmó y agregó con la boca llena:
– Siempre somos las mismas; para los aplausos están todas, pero después, para trabajar somos siempre las mismas. ¡Yo ya me cansé!
En eso volvía del baño la Chueca López y se prendió de la conversación que no habían cortado desde hacía rato. Y, como queriendo apagar el fuego con nafta, arremetió: – En mi cuadra, antes, éramos un montón las que colaborábamos y veníamos y estábamos para las oraciones y las procesiones. Hoy ya nadie se quiere comprometer porque dicen que no tienen tiempo.
Se hizo un silencio largo y, para componer el ambiente incómodo, se despachó diciendo:
– Y yo no sé qué hacen, que tan ocupadas están. Antes criábamos a los hijos, sin lavarropas ni pañales descartables ni nada de eso y no sé cómo hacíamos con todo. Ahora tienen menos hijos y menos tiempo también.
– Eso sí -insistió la Amanda poniéndose de pie- van a hacer la gimnasia “pilatos”, que yo no sé cómo la Iglesia no la prohíbe. O si no, se la pasan escribiendo cosas y mandando mensajes por el teléfono… ¡qué tantas cosas tienen para decirse!
Ya se habían hecho las cuatro de la tarde y la gente no venía. Esa tarde empezaba la novena de la Virgen y los avisos decían que a las tres y media empezaba el rezo del rosario. Pero estaban sólo ellas tres: la Eulogia, la Amanda y la Chueca López. Y, para empeorar la soledad, estaban enojadas porque nadie se había comprometido con la Virgen.
Mientras guardaban todo como para irse a sus casas y presentar luego sus quejas al párroco que se le ocurría cada tanto algo nuevo que no funcionaba, entra por la puerta del fondo la Gata Ramírez. ¡La cara de las tres mujeres! Era un Botero salpicado de Dalí.
Si bien, contentísimas porque alguien había respondido a la invitación, el rostro desencajado no podían disimularlo de ninguna manera. Hubiesen esperado a cualquiera para esa tarde, ¡pero justo la Gata Ramírez tuvo que ser la que vio luz y entró!
Ahí nomás abrieron las carteras, sacaron rosarios y libros de oraciones e hicieron como que hacía rato estaban dándole vueltas a las avemarías.
– Sí, ya vamos por el segundo rosario, Gata. Vení, pasá. Sabíamos que vendrías.
– Santamaríamadrededios…
– Diostesalvemaría…
– Santamaríamadrededios…
Y así sucesivamente.

– Lo lindo de todo esto es que al ser poquitas, podemos hablar de nuestras cosas, ¿nocierto, chicas?
– Claro, si siempre nos gusta venir acá. El padre está muuuuy contento con nosotras tres.
La Gata Ramírez no entendía nada, pero tenía ganas de compartir. No era una mujer joven, pero todavía no caía en la categoría de tercera edad. Estaba justo al medio, donde los chicos ya le dicen abuela y los más ancianos le envidian la jovialidad. Su mayor problema era, como todos siempre supieron, su pasado. Lo de Gata le venía por sus ojos negros enormes. El tema era su apellido, porque Ramírez era su madre.
Pero había más: sus tres hijos también eran Ramírez de apellido.
Cada vez que se hacía un silencio entre misterio y misterio la Gata, suponiendo que ya se había terminado el rezo, se ponía a contar que al nene más chico le habían salido unas manchitas en las manos y que el médico no sabía bien de qué se trataban. Pero ahí nomás, encaraban con que “en el próximo misterio de la luz contemplamos…” y la Gata se daba cuenta que se tenía que callar y seguir rezando.
– Santamaríamadrededios…
– Diostesalvemaría…
– Santamaríamadrededios…
Y así se pasó la tarde.
No quedaron avemarías por rezar ni pastelitos por comer. Se acabó el agua del termo y se lavó la yerba.
– Menos mal que no se largó la tormenta. Me traje el paraguas por si las moscas… -dijo en tono de fiesta la Chueca. Pero me voy yendo porque si no, mi marido va a decir que me quedé por ahí.
Armó la cartera, la bolsita con la yerba usada y empezó a repartir besos.
– Esperame, Chueca. Tengo que ir con vos porque tu hijo me tiene que dar las recetas para mi nuera. Pobrecita, está mejor, pero la vida que le está dando a mi hijo… Poné aca -dijo abriendo la canasta de mimbre gastado -así no andás con peso de más.
– Bueno, yo también te voy a tener que dejar, Gatita. ¡Ay, la hora que se hizo! Una se entusiasma tanto haciendo oración que no se da cuenta de lo tarde que es. Te dejo un besito para tu nene. Ojalá se cure prontito.
Y le dejó un beso en cada mejilla.

La Gata Ramírez se quedó sola.
Otra vez.
Encaró entonces despacito para el altar y se paró delante de la bonita imagen de la Virgen de la iglesia. Era la misma que la de su pueblo. Y sólo eso le traía a borbotones los recuerdos. Y las ganas de desandar la historia.
Ella no sabía rezar el rosario. Las mujeres no se habían dado cuenta, gracias a Dios.
Se acordó que, allá en su pueblo, siempre que algo le pasaba -bueno o malo- iba inmediatamente a lo de su Virgencita a contarle.
Apoyada en la memoria se sentó y empezó a hablar.
– Virgencita linda, te doy las gracias porque hoy pude llegar hasta acá. Quería que supieras que al Nene no le encuentran nada y yo tengo un poco de miedo porque en las manitos le salen cada vez más manchas. Pasale tus manos por las suyas y cuidámelo. Ahora mismo me voy a hacer una escapada por el dispensario, a ver si tienen alguna pomadita. Al Negro le va bien en la escuela. Gracias por cuidármelo siempre. Salió de escolta de la bandera otra vez. Yo no pude ir porque a esa hora trabajo y no me dan el día. Igual, vi las fotos y estaba hermoso… como la mamá -y soltó la risa.
Se quedó un rato callada, mirando la carita de su Virgencita y agarró fuerza para contar lo jodido.
– Al Gringo no sé ya qué hacerle. Le hablo, lo espero hasta la madrugada a veces, le pregunto… pero nada. Yo sé que también es culpa mía. Fue el primero y yo no tenía idea de lo que era un hijo en ese tiempo. Pero ahora me doy cuenta. Yo cambié, virgencita, y vos lo estás sabiendo desde el primer día. Sacámelo de ahí por donde él anda. A veces siento que es mejor que lo agarren y lo paren de una buena vez, porque yo no puedo hacerlo. Pero me hace mal sentir estas cosas. Hay veces que pasan semanas enteras que no me cuenta nada y, vos sabés, las madres adivinamos cuando algo no anda bien. Pero se me hizo difícil entrarle al corazón. Yo creo que cuando él era chiquito, fui yo la que no le dejé entrar en el mío. Ya te pedí perdón por eso, pero hoy otra vez te lo vuelvo a pedir. Para cuando me quedé embarazada del Gringo, la Juana me había dicho que me lo sacara. Yo no la escuché y me decidí a ser madre sola. Igual que vos al principio, según escuché en la radio la otra mañana. Por favor, Virgencita: cuidámelo.
La Gata no lloraba. Estaba hecha a todo y siempre que ponía sus ojos en los de la Virgen hablaban de lo mismo: los hijos. Los hijos de ambas.
Hizo silencio y arrancó de nuevo, como desafiando sus propias fuerzas con sus palabras.
– Quiero comprometerme con sus cosas como vos estás comprometida con las cosas de tu Hijo.
Y en ese momento, sintió que algo le brotaba desde adentro. Una vocecita un poco vieja y un poco nueva le susurraba algo. Ella ya la tenía identificada a esa voz pero siempre que la escuchaba le resultaba novedosa. Más que voz, era una experiencia que la hacía sentir madre nuevamente.
Vio como que, en su panza, cada uno de sus hijos eran envueltos en un manto de luz azul. Y, desde el centro del vientre de la virgencita, un chiquito moreno como ellas le tiraba los bracitos a la Gata.
– Agarralo, llevátelo hasta tu pecho. Es tuyo. Cuidámelo, como yo cuido los tres tuyos.
Se habían compartido lo más sagrado de ambas.

Habían pasado ya tres meses y, como tocaba otra novena de otra Virgen, estaban reunidas la Eulogia, la Amanda y la Chueca López.
– Ya la gente no se compromete más con la Iglesia -introdujo la Eulogia, para no perder la costumbre.
La Chueca, siempre intentando apagar el fuego con nafta, detalló:
– Vos viste que las que te dicen que no empecemos hasta que no lleguen ellas, nunca vienen. ¡Hasta qué hora quieren que las esperemos! ¡Si no se van a comprometer, mejor que no vengan! -y se masticó la última tortita negra que quedaba.
En eso entró… sí, la Gata Ramírez, la bolsita del pan en una mano y una cajita de remedios en la otra.
– Santamaríamadrededios…
– Diostesalvemaría…
– Santamaríamadrededios…
La Amanda, como le había sugerido la monjita, hizo peticiones entre misterio y misterio. Cuando llegaron al tercero, dijo:
– Por la gente que no se compromete.
– Te lo pedimos, Señor -dijeron todas a la vez.
Y la Gata, sin darse cuenta de que su voz era como un petardo, también dijo:
– Gracias, Dios, por las mujeres que comparten sus cosas más sagradas.
Las otras tres, creyendo que se estaba refiriendo al mate y a las facturas, dijeron como transportadas:
– ¡Gracias, Señor!

Pero la Gata estaba pensando en otras cosas.
Y en otra mujer.