La ficción del poder

Ayer terminé de ver la serie El Reino, una producción local.

Reconozco que en ámbitos eclesiales no es fácil compartir impresiones sobre ficciones que tocan temas «internos», sin embargo creo que algunas resonancias pueden servir.

Desconociendo a sus autores no tengo nada para decir respecto del concierto de obras en el que ésta en particular se inscribe, pero me dio la impresión de ser algo pensado. Y con alguito de investigación, por contraposición a las ficciones que simplemente apelan a slogans o esteriotipos.

Sin embargo, respecto de la investigación también hay que decir que no parece haber sido muy exhaustiva, sino más bien de tipo periodística y con información que está al alcance de cualquier lector interesado en las temáticas. Así planteadas no alcanzan un gran desarrollo. Seguramente se logre en próximas temporadas, mientras el formato se lo permita.

El poder económico, la búsqueda de impunidad personal, la fe sincera de muchos, lo inexplicable, la transformación personal, el poder real -tan real como disimulado-, el amor, la trampa, las ambiciones, la violencia, los derechos vulnerados, el abuso, la búsqueda de justicia… Muchas cuestiones, todas medulares, pero entremezcladas y confundidas. Como suele suceder en la vida misma donde el mal no es fácilmente distinguible

Se suele presentar mixturado entre situaciones y personas buenas y motivaciones impecables y luminosas. El mal y el malo son así, siempre tramposos.

Tal vez podamos reflexionar muy brevemente en torno a algunas de estos conflictos planteados en la serie. Mencionemos entonces el que parece ser el tema transversal.

La relación entre la iglesia y el poder político atraviesa toda la pantalla. No es inverosímil pensar que -así como lo plantea la ficción- un pastor sea firme candidato, en este caso a la presidencia. Si bien para el sentir rioplatense -caracterizado por su laicismo- es difícil aceptar que pueda sucedar, no es verdad que en otras latitudes sea una cuestión secundaria o desconocida. Pero aún así no podemos dejar de mencionar que en ambientes culturales marcadamente laicos siempre hay hombres y mujeres vinculados a sus iglesias de referencia.

Que un/a candidato/a a un servicio político o un/a funcionario/a tengan vinculación a una determinada congregación religiosa no es ni puede ser un inconveniente. Porque no es posible proscribir de la vida política a quienes viven lícitamente según los dictámenes de su fe.

Sin embargo, entiendo que la serie intenta plantear otro tema: la gestión del poder, más allá de los principios morales o, incluso, renunciando a ellos.

Entonces allí surge la pregunta: ¿con qué finalidad una iglesia -cualquiera- apostaría por alcanzar el ejercicio del poder, aún dentro de los parámetros democráticos? Tal vez sea uno de los temas que la serie plantea sin desarrollar o por lo menos lo deja en zonas grises.

La dupla conformada por el pastor y su esposa nos permite entrever cuál sea ese objetivo: impunidad personal y poder económico. Ambos representan esa ambición que, aunque presente en todo ser humano, en este caso encuentran excusa legitimante: la fe y una congregación religiosa, ambas entendidas siempre como expresión privada o intimista, a cuyo servicio se pretende colocar la gestión política.

Creo que son más las preguntas que que genera el libreto que las respuestas claras. Y entiendo que sucede así a causa de los matices que suele tener toda realidad humana. Sin embargo, no podríamos dejar de subrayar que los neoconservadurismos políticos encontraron en determinadas expresiones religiosas una nueva -tal vez la única- posibilidad de llegada a un gran número de personas. Confundir la pertenencia religiosa y política es propio de estas neo expresiones. Porque, entonces, el candidato ya no recibe mandato del pueblo sino de Dios; las mayorías populares pierden entones capacidad de gestionar su propio futuro en pos de un líder generalmente mesiánico respaldado por otra realidad superior a esta; las desigualdades ya no son causadas por las formas de injusticia social o política sino que provienen exclusivamente de una instancia maligna que exculpa al funcionario, justifica -bíblicamente- las enormes riquezas de dos o tres y narcotiza a las masas.

En nuestras latitudes estas desigualdades groseras se consolidan a fuerza de lentes mediáticos, que funcionan como un vidrio polarizado detrás del cual se esconde lo real, si es que alguna vez la realidad importó. La profunda desigualdad es una decisión divina, superior, avalada por teologías tan dañinas como falsas.

Y allí agregamos entonces un último elemento -¡habría tantos más!- recurrente en determinados grupos religiosos: la culpa. Que viene a argüir que la pobreza se origina en la propia irresponsabilidad del pobre a causa de esa herida y deficiente cultura del trabajo y usufructuada por Instituciones denominada pobristas. Y siempre se apela a fantasmas amedrentadores que, en andas de sofismas, martillan la inquietud que nace del pensamiento y del amor.

Pensar el bien común y trabajar por él sigue siendo la más exquisita forma de amistad social. Los cristianos, además, intentan hacer presente y significar a Cristo en este mundo. Ambas se explican y sostienen mutuamente.