Algunos pensamientos compartidos con ocasión del Retiro del Clero de la Arquidiócesis de Buenos Aires, inspirado en la carta del Papa Francisco «Con Corazón de Padre» en el Año de San José.
Vamos a iniciar nuestra oración pidiendo la bendición del Espíritu para que nos conduzca en este nuevo día.
Pedimos la gracia de amar a Jesús y a María como lo hace José.
Pedimos la gracia de alegrarnos y serenarnos porque Jesús y María nos aman.
Finalmente, poder vivir la bienaventuranza de reconocernos hijos de un Pueblo que trabaja y cuida la vida.
El marco del evangelio de hoy nos va a ayudar mucho: la vocación de Mateo Mt 9.9. Porque quisiera invitarlos a contemplar a José -y a todas las discípulas y discípulos del Reino- que levantándose se hicieron eco de la complicidad amorosa de Jesús; y que podríamos presentar como en tres niveles:
el de la escucha confiada,
el de las obras de Reino
y el del entusiasmo en el seguimiento generoso, en el andar.
Escuchar
José es eminentemente un hombre de la palabra, de la escucha de una palabra que lo abarca, contiene y sostiene. El no produce la palabra, no surge de su buena bondad, de su justicia -es el varon justo- sino que la acoge como puro regalo. La palabra de la vida le sale al encuentro por generosidad y fidelidad de otro: generosidad y fidelidad de Dios y generosidad y fidelidad de María. La obediencia de María es desafío para José, lo embreta. Y él se pliega, se deja atravesar por el mismo Espíritu que tuvo cabida en la casa de Nazaret.
El también escucha -obedece- y al despertar simplemente pone en gesto lo que percibió, masculló en su interior por obra del Espíritu.
El capítulo primero de Mateo pareciera que nos presenta a Dios conversando con José que responde actuando. Se hace coherente con esa palabra que es mayor que él.
Es la coherencia de un discipulado liberador porque revela horizontes imposibles de planificar.
Una vida consecuente, plenamente coherente con la palabra que brota del evangelio no es difícil: es imposible. Porque es una palabra que no la pudimos generar desde nuestra mejor bondad e inteligencia ni reclamar desde nuestra indigencia. Es puro don y gracia. Y es de Dios, para quien nada es imposible.
El verdaderamente coherente con la palabra predicada es el Señor Jesús. Porque él es La Palabra y nosotros predicados; en él se entrecruzan armoniosamente, se explican mutuamente los gestos y la voz, el horizonte que nos seduce y la manera concreta de entregar la vida en dirección a él.
Nuestra coherencia suele estar jaqueada por sorderas que a veces se traducen en proyectos mejores, más eficaces, alternativistas, propuestas rápidas que pretenden desentrañar el misterio pero que siempre concluyen esquivando la cruz y a los crucificados.
La escucha en nuestra vida no es el camino lento del Reino -en contraposición a las alternativas veloces- sino que es El Camino. Cualquier otra otra opción que no sea hija del pensar y sentir amante de Dios termina en trampa, busca coherencia consigo mismo -yo conmigo mismo- y se desentiende de la vida.
Por eso la escucha, la obediencia a la palabra es instancia reconciliadora, nos hace hombres de la palabra -de palabra- y de la reconciliación y nos vuelve hacia él, nos pone en referencia con él descentrándonos.
Tal vez por eso, la Iglesia nos pide que seamos pedagogos de la escucha. Mucho dolor transitan nuestros hermanos cuando no pueden oir profetas que les aclaren el camino o cuando la voz profética se vuelve rara y el aturdimiento obliga a vivir a tientas. Cuando no pueden oir por sordera propia o -más grave- porque los profetas enmudecieron.
Entonces, le pedimos a José la coherencia de quien escucha y se deja transfigurar por la palabra de gracia.
Obrar
Es casi un estribillo de vida como el evangelio narra el obrar de José: se despertó e hizo, se levantó e hizo. ¿En qué Dios cree José? Para saberlo hay que mirarlo actuar.
José trabaja como quien entiende que eso que sucede por obra de sus manos es inspiración divina. El es habitado por el misterio de una presencia que -como a Jeremías- le quema dentro y le impide el anonimato del mutismo. José se vuelve protagonista de la historia al punto de ser reconocido en el obrar de Jesús. El Pueblo hace memoria de José en los modos desconcertantes de Jesús. Este es el hijo del que trabaja en la carpintería, del artesano.
Permítanme invitarlos a redescubrirnos también nosotros, agradecidos, como trabajadores del Reino, artesanos de una cosecha que es abundante porque en el sembrador no cabe la mezquindad.
Jesús expresa su deseo de un mayor número de obreros -en el mismo capítulo 9 que arranca en la mesa de los pecadores y Mateo- como expresión de compasión. Él se identifica con la humanidad cansada y abatida. Es el mismo amor pastoral que brotó de su encuentro con la samaritana en el pozo de Jacob: levanten los ojos y miren los campos que ya están maduros para la cosecha (Jn 4,35), le dice a los discípulos que estaban pensando en el almuerzo.
En la raíz de nuestra vocación seguramente resuenan esas palabras y si nos hemos dejado interpelar por esa caridad pastoral para seguir a Jesús seguramente existe en nuestro espíritu un carisma de artesanos capaces de cuidar la vida. “Hay que cuidar el almácigo”, decía el padre Néstor Domínguez.
Es posible que más de una vez en esta tarea nos sintamos un poco intrascendentes porque se impone la espera de los tiempos maduros de la Iglesia, los tiempos de las comunidades, los tiempos personales… Es la espera de quien está firmemente convencido de que la siembra ha sido realmente generosa y en la semilla continúa latiendo el misterio del sembrador.
Pastoreamos un pueblo que no gestamos; perdonamos en nombre de quien también nos ha perdonado; consolamos con el consuelo que hemos recibido de él; trabajamos -y trabajamos mucho- gestionando una realidad conflictiva que nos reclama esperanza; somos y hacemos memoria del Dios compasivo que cuida a los suyos enviándote a vos, a mí…
Una tentación del obrero del Reino suele ser el apuro, que exige lo que el pueblo no puede dar y se impacienta con una realidad que, aún con dificultad, está tramando vida. El obrero apurado no discierne y le cuesta creerle a quienes sí lo hacen. La paciencia es la virtud del que confía en sus hermanos y en el obrar de Dios.
José es artesano de la espera. De hecho, la obediencia a la palabra lo manda fuera de su patria “hasta que yo te avise”, sin calendario.
A José lo contemplamos trabajando y esperando -cómo trabaja y cómo espera- y así descubrimos cómo es el Dios en el que puso su confianza.
¿Y esta Iglesia? ¿En qué Dios está confiando? ¿Y mi comunidad? ¿Y yo?
Andar
Parece que una virtud de José es ponerse en camino y conducir. Levantarse y salir. Rumbo a Belén, de camino a Egipto, de regreso a Nazaret. Daniel Salzano -el poeta cordobés- dice que seguramente acompañó a los Magos hasta la esquina para indicarles por dónde volver a su casa. No es el solitario errante en busca de un destino de gloria, sino un padre responsable, un marido creyente.
José se levanta y lleva consuelo: a María, acogiéndola en su casa y andando juntos; se levanta para consolar a su Hijo haciéndole espacio para nacer, protegiéndolo en las huídas como las de tantos pobres a los que se los culpa de todos los males de este mundo, buscándolo hasta encontrarlo -como sucede en las parábolas de la misericordia de Lc 15- porque lo había perdido.
Es posible que Jesús, a la tarde, le recuerde a José -a todos los José- que
yo no tenía donde nacer y me preparaste un lugar,
me amenazaron de muerte y me escondiste,
me perdí y me buscaste.
Cada tarde, también María lo bendice haciendo memoria porque
me recibiste en tu casa.
José se levanta y consuela. Mateo, con el que iniciamos la oración de hoy, se levanta de una mesa que no reúne y con Jesús consuela en la que sí crea comunión, el consuelo de la comunión. Y por eso sus vidas -la de José, la de Mateo y la de todos los que vivimos levantándonos de nuestras caídas- son parábola del Resucitado. Levantarnos y consolar es posible porque el Señor ha Resucitado.
El Resucitado nos libera de los sedentarismos que pretenden confundirse con estabilidad. Nos ataja cuando pareciera que el miedo -en este tiempo el miedo a perder la salud y el miedo a la muerte- nos rebalsa y nos quiere gobernar la vida. El Resucitado nos pone en camino, nos hace peregrinos y nos cuida de las fugas.
Sí, como José somos peregrinos hasta que “yo te avise”, sin aguardar ningún otro aviso que no provenga de él. Y mientras lo esperamos trabajamos, nos cansamos, nos ensuciamos, nos lastimamos y nos curamos también.
Sin embargo, al despertar -también como José- nos saciaremos de su rostro.