Hace algunos años atrás, en un encuentro de Oblatos de la Virgen María, un hermano me preguntó si había conocido al padre Nicolás Bussetti.
– Sí, claro. Me confesé con él durante dos años y medio.
– Mirá vos… O sea, que si no sos santo desperdiciaste una gran oportunidad.
Siempre supe que el padre Nicolás era muy querido.
Yo también lo quise mucho.
Con el pasar de los años fui dimensionando la calidad humana de ese hombrecito anciano que había querido migrar hacia el sur del mundo.
En la parroquia de San Ignacio en la ciudad de Córdoba pasó alrededor de quince años: era la parroquia más pobre de la Congregación.
El conocía bien casi todas las comunidad de su Instituto religioso, las había visitado personalmente. Y también sabía que San Ignacio era la parroquia más pobre.
Allí se dirigió con ya casi sesenta años de edad y dejando atrás los cargos de relevancia que se le presentaron.
En el tiempo que me tocó servir en la ciudad de Córdoba, en la misma parroquia, no me resultó sencillo recuperar la memoria de aquel hombre que se había marchado de allí ya enfermo y anciano.
Sólo los lejanos lo habían conocido bien. Y los cercanos confundieron su ternura con debilidad.
Los más memoriosos sabían que el padre se resguardaba del frío con papel de diario debajo de su ropa; que llegaba en una motito o en una bicicleta y celebraba debajo de los árboles cuando no había capilla para reunirse.
Lo vino a buscar la Virgen del Consuelo -la del Santuario cercano a su ciudad natal- la madrugada de su fiesta de 1989.
Todos, los lejanos y los cercanos coincidieron en algo sagrado: el padre Nicolò era un hombre bueno.