
Queridos míos,
amémonos los unos a los otros,
porque el amor procede de Dios,
y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.
El que no ama no ha conocido a Dios,
porque Dios es amor.
1Jn 4,7-8
Hermanos queridos
Cada 5 de agosto hacemos memoria del mandamiento del amor recibido de Bruno Lanteri y transmitido por generaciones de hermanos que creyeron en la posibilidad cierta de encarnar ese mandato en las propias opciones de vida y en el servicio al Pueblo Santo de Dios.
Cada 5 de agosto escuchamos nuevamente la invitación que nos convida a ir a lo esencial, al nudo existencial donde abrevamos vida. Vida en el amor, que sigue siendo la razón por la cual le entregamos generosamente nuestro sí al Señor Jesús.
En palabras de Bruno Lanteri, el amor tiene una coloratura muy precisa: cordialidad y afabilidad, capacidad suficiente para prevenir y para sufrir (cfr Directorio cap 5).
Son los sinónimos del amor en su más profunda y sincera búsqueda de comunión.
Amamos -diría Bruno- para ser familia y para comunicar los sentimientos e ideas que nos habitan, amamos para cuidar, sostener y perdonar al hermano hasta setenta veces siete (Cfr Mt 18).
Sí, la caridad lanteriana lleva implícita la coherencia con el misterio de encarnación, que nos impide despegar los pies de la tierra porque, como sabemos, el amor ha de ser puesto más bien en las obras antes que en las palabras.
El amor cordial
En julio de 2015, cuando el Capítulo General visitó al Santo Padre, Francisco nos regaló un elogio y un proyecto de vida: “ustedes tienen la posibilidad de ser familia”.
Es decir, los Oblatos tenemos la posibilidad cierta de vivir la comunión de tal manera que podamos aproximarnos y reconocer no sólo el luminoso misterio trinitario, sino que también se nos abre la puerta evangélica que atravesaron con tanto gozo las primeras comunidades cristianas. En esa tensión teológica se desenvuelve y se explica el amor cristiano.
El espíritu de hermandad y de familia tiene su germen en una iniciativa del Señor Jesús, que nos amó y nos llamó. Nos dio hermanos, nos reunió con ellos, nos enseñó a amarlos y a reconocerlos parte de una misma trama vocacional.
Nos hace bien reconocer que suele rondar en torno a nuestras fraternidades ese espíritu que pretende aconsejar un camino de fidelidad pero sin vínculos, sin hermanos ni Pueblo. De hecho, muchos cristianos han aceptado esa modalidad de vida y, con mayor o menor convicción, se hicieron discípulos de un dios sin Iglesia ni mediaciones.
La estructural presencia del hermano en nuestro seguimiento cristiano es una constante llamada a la conversión sinodal.
Si es cierto que la reunión de dos o tres creyentes se abre al misterio de esa Otra Presencia, no es menos cierto que el reconocimiento de esta realidad implica transitar la fragilidad y concreción de los vínculos históricos a los cuales el amor nos ha amarrado.
Esta construcción de cordialidad se vuelve eucarística -palabra, mesa y envío- y en la equidistancia al amor y al misterio se resuelve el sentido de esta peregrinación que llamamos Vida.
La vida consagrada mientras peregrina la historia canta un continuo estribillo evangélico: “todos ustedes son hermanos” (Mt 23,8). Tal vez por eso nuestro servicio pastoral está llamado a suturar las heridas del desencuentro humano, creando y cuidando espacios fraternos, devolviendo a la visibilidad a quienes son descartados a causa de la tosudez de este mundo. Y para que ya no haya más “pagano ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni extranjero, esclavo ni hombre libre, sino sólo Cristo, que es todo y está en todos” (Col 3,11).
El amor afable
En el horizonte lanteriano, un corazón afable permite comunicar fácil y placenteramente los sentimientos y las ideas. Es el humus donde germina la posibilidad del discernimiento comunitario.
Comunicar entraña escucha y diálogo, silencios y aceptación, corrección de rumbos y diversidad… Comunicamos para buscar y hallar el sentir del Padre y la precisión de su mirada sobre el acontecer histórico. Comunicamos para ser fieles.
La franqueza se abre camino a la discusión de las ideas y al discernimiento de los sentimientos y de la realidad.
En la búsqueda llana y comunitaria de la voluntad de Dios aprendemos a oir no sólo las palabras dichas, sino toda esa otra experiencia interior que atraviesa la vida de nuestros hermanos y que no siempre es plausible de ser expresadas verbalmente.
El servicio de la escucha que podemos ofrecer es posiblemente uno de los más sagrados. Porque se inclina ante la realidad del otro, así como está siendo vivida, sin permitirle a los prejuicios la interrupción o contaminación de los vínculos. Quien escucha al hermano lo recibe, le permite ser él mismo, decirse; escucharlo es cuidar sus silencios y proteger su desnudez.
Donde dos o tres se escuchan y son capaces de convertirse en oido para el Pueblo, el mal espíritu tiene poco espacio para esconderse, pierde virulencia, no logra sostener esa amistad venenosa que acaba por destruir lo bueno convirtiéndonos en mudos personajes aislados.
El consuelo de un hermano afable es el regalo potente y sencillo que podemos ofrecer a este mundo ensordecido de ruidos, tirano de ideas y apabullado de miedos.
El amor previsor
Que primerea, al decir tan porteño del papa Francisco. Porque sale al encuentro de antemano, como el amor de Dios, que siempre estuvo amando, antes.
Parafraseando al Señor Jesús que nos lava los pies y nos manda hacer lo mismo (Jn 13,15), vale para nosotros también y para toda la Iglesia el mandamiento de adelantarnos en el amor. Entonces, si hemos sido amados por Dios también los cristianos debemos amar a esta humanidad -porfiada, tosca y reñida consigo misma- con prontitud y de antemamo.
Es nuestro servicio urgente y audaz, sereno y obstinado.
Para hacernos semejantes al Maestro que, en la Cena, se mantuvo lo suficientemente inclinado con la toalla atada a la cintura y el agua tibia que nos configura con él, restaura nuestra dignidad humana y nos da descanso.
El amor es previsor cuando somos capaces de construir ambientes de vida lo suficientemente amables y sanos; cuando las personas en situación de vulnerabilidad están protegidas gracias a esa red de vínculos saludables que hacen posible el crecimiento.
En tiempos en que tantos -demasiados- niños, niñas, adolescentes y adultos vulnerables sufren violencia dentro y fuera de la comunidad cristiana es imperante asumir nuestro rol adulto en el empeño por construir y sostener una Cultura del Cuidado y del Buen Trato.
Prevenimos cada vez que nos capacitamos para acompañar con mayor sabiduría las fragildades que la Iglesia pone a nuestro cuidado pastoral.
Prevenimos con amor sacerdotal, entregado, oblato.
Demasiado daño ha hecho ya el mal espíritu apelando a su inveterada estrategia del camuflaje y del silencio.
Prevenimos porque somos servidores, enviados a este mundo a la manera de Jesús, que no se repliega sobre sí mismo.
Siempre es preferible una Congregación y una Iglesia lastimada porque salió de sí misma para hacerse servidora y no una enferma porque eligió su propio encierro.
El amor que aprendió a sufrir
Porque la caridad es superior a cualquier bien, dice Bruno. Por eso vale la pena asumir el dolor.
No vale la pena sufrir por nada que sea menos que el amor. Por nada que no nos acabe por identificar con el amor. Porque somos discípulos del Crucificado, que nos amó y se entregó por nosotros aún cuando éramos pecadores. Vamos detrás de quien en plena libertad y autonomía se hizo pan partido.
Es característico del amor hacer silencio no sólo ante las limitaciones e inmadureces, sino también ante las dolencias físicas y psíquicas. No es el silencio pasivo del que se desentendió del dolor humano; no, porque ese silencio no es hijo del amor sino de la autopreservación.
Nos hacemos discípulos del Crucificado siempre que ofrecemos una oportunidad más de restauración a los hermanos que se equivocaron, como lo hace el Señor con nosotros. Ese discipulado se vuelve profético porque es capaz de tocar las heridas aún abiertas para derramar sobre ellas el aceite y el vino propios de un corazón que renunció a la autorreferencialidad, como lo hace el Señor con nosotros.
Somos Oblatos en la medida en que nos derramamos -en energía y tiempo- para proteger al hermano cansado, al desencantado, al incrédulo; somos Oblatos cuando empezamos de nuevo, aún cuando llevamos contadas mil oportunidades; cuando el pecado del otro nos concierne y en nuestro interior se va haciendo espacio la compasión; cuando no nos retractamos de seguir sosteniendo el perdón aún cuando salgamos perjudicados (cfr Sal 15,4).
En medio de una cultura que no tiene memoria del dolor humano y es a la vez incapaz de olvidar las ofensas, para tender puentes, los consagrados somos presencia del Reino que se identifica con quien sufre, con el descartado e invisibilizado, con las víctimas de las nuevas formas de esclavitud y violencia.
En la Iglesia, el mal espíritu suele montar espejismos hipnóticos comunmente denominados como “zonas de comfort” desde donde, bien instalados, los cristianos denunciamos, nos quejamos, discutimos amargamente, buscamos y encontramos culpables.
Mientras tanto, el Espíritu del Resucitado sigue rompiendo estructuras, esquemas vacíos y tramas de encierros; con suma ternura y firmeza nos previene de las intrigas propias del poder y con claridad paterna nos señala aquello que los creyentes no le debemos envidiar jamás al mundo.
Querido hermano
Hoy hacemos memoria de un hombre santo, íntegro, creyente, hijo de la Iglesia.
Te pido que, cuando hagas memoria del mandamiento del amor lanteriano, renueves también en generosa esperanza tu sí mariano.
Para que la caridad no se rompa, Señor,
que sea haga en mí, en nosotros, en todos
según tu Palabra.
Amén.